sábado, 9 de enero de 2016

La bisabuela

Hoy hubiese cumplido cien años mi abuela. Un siglo. Qué vértigo.

Murió hace poco más de una década, dos meses antes de que naciera su primera bisnieta. En diciembre nació la décima.

Los últimos años los pasó un poco mal. Estaba cansada, se sentía mayor y estaba convencida de que su sitio ya no estaba aquí.

Yo prefiero recordarla de otra manera. Mi abuela era peculiar. Tuvo seis hijos, pero muchas veces nos decía la envidia que le daban los jóvenes ahora, que no tenían que tener todos los hijos que Dios les mandaba .

Vivió en muchos pueblos siguiendo a su marido, y al final se instalaron en Madrid. Ella siempre decía que donde mejor lo pasó fue en Barcelona, donde estuvieron una corta temporada aún sin hijos. Su casa estaba en Carabanchel, pero me contaba que le hubiese gustado vivir en el centro-centro. Yo, criada en una ciudad dormitorio, no imaginaba qué había más céntrico que la casa de mi abuela, con el metro a la puerta, y me la figuraba en plena Gran Vía asomada a su terraza acristalada.

No le gustaba cocinar, pero a mí me encantaban sus meriendas. Un bocadillo, trinaranjus y ocho (ocho!!) onzas de chocolate blanco. Además, guardaba siempre una caja de surtido Cuétara en el mueble del salón y nos dejaba abrir el piso de abajo aunque quedasen galletas arriba.

Era muy golosa. Para desayunar tomaba seis galletas María, una madalena cuadrada y un vaso de cola cao. Y para cenar, un sándwich y un nesquick. Había días, contaba, que iba a fregar los platos después del telediario y se daba cuenta de que no había nada que fregar porque no había comido. Pero siempre tenía sitio para un bombón o unas natillas. Es que eso entra sin hambre, decía.

Cuando iba a la Universidad a veces me pasaba a visitarla. Siempre abría la puerta sin preguntar, aunque sus hijos se lo tenían prohibido, así que, indefectiblemente, daba la misma excusa. Te he abierto porque pensaba que eras el de Ocaso que viene a cobrarme.

Tenía docenas de fotos de su docena de nietos. Seis niños y seis niñas. Yo soy la séptima.

A veces mi hermana y yo dormíamos en su casa. Nos había comprado un cepillo de dientes a cada una en una droguería del barrio. Dormíamos en la habitación que había sido de nuestros tíos oyendo la tele de la vecina, la señora Justa, que estaba sorda como una tapia.

Cuando íbamos a verla yo subía corriendo las escaleras y llegaba siempre la primera. Al volver a casa, siempre nos pedía que la llamásemos por teléfono para saber que habíamos llegado bien.

Por casa llevaba una bata y se pintaba las cejas con lápiz. Era muy presumida y desde que cumplió veinte años, decidió que no iba a decir nunca su edad. A mí me enseñó a calcularla restando al año actual el de nacimiento.

Cuando murió mi abuela decidí que algún día tendría hijos. Fue como cerrar un círculo.




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