domingo, 3 de enero de 2016

El masaje

Hace un par de noches, mientras hacía tiempo en la cama de mi hijo mayor esperando que el sueño le venciese antes que a mí, mi primogénito se incorporó y, antes incluso de que puediese regañarlo por no estar ya dormido, me dijo:
 - Mamá, espera que te voy a hacer un masaje. Ahora vengo.

Me quedé con la boca tan abierta que ni siquiera fui capaz de contestar. El muchacho se trajo del salón uno de esos masajeadores de plástico que tienen un asa y cuatro bolas, y empezó a frotarme con él la espalda. Después de un par de minutos, lo cambió por sus propias manos y estuvo otro ratito apretándome las vértebras.

Cuando acabó me tapó despacito y me susurró que ya me podía dormir.

Luego tardó un buen rato en dormirse, pero yo estaba tan contenta, tan emocionada, que no me importó. No sé de donde sacó la idea de darme un masaje, los niños son sorprendentes y quizá me haya oído alguna vez pedirle al Padre de las Criaturas un masaje. O puede que hayamos comentado delante de él que el día que estuvimos en el hospital con su hermano yo tenía cita precisamente para darme un masaje, un regalito de cumple que no sé cuándo podré gastar.

A veces te sacan de quicio. Ponen a prueba tus nervios. Gastan tu paciencia y te llevan al  límite. Pero entonces, una sonrisa desdentada tras un par de horas intentando dormirle o un te quiero en medio de una discusión te desarman. Así son los niños. Absolutamente encantadores.

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