martes, 29 de marzo de 2016

El amor

Cuando me pusieron a mi niño encima, después de un parto que se me antojó eterno, un pequeño interruptor se activó en mi mente. Ese bebé redondito, con los ojos abiertos y la boquita aleteante me enamoró absolutamente. Oxitocina, hormonas, instinto, no sé qué fue.

A pesar del cansancio, de las ojeras, de los miedos de madre primeriza, de la tripa en forma de globo deshinchado en todas las fotos de esos primeros días estoy sonriente, casi radiante, mirando con absoluta adoración a mi bebé. Me encantaba estar con él y sentía casi dolor físico al pensar en la separación.

El Padre de las Criaturas y yo pensábamos a menudo, antes de que los niños nacieran, en hacer algún viaje cuando fueran un poco más grandes, y dejarlos al cuidado de los abuelos un fin de semana. Ahora sería incapaz de coger un avión y separarme unos cientos de kilómetros, aunque veo el momento algo más cercano...

Desde entonces he pensado muchas veces que ese amor maternal debe acabarse en algún momento. No me refiero a que se deje de querer a un hijo, claro que no, pero de verdad pienso que según van creciendo los hijos el cariño es diferente, supongo que como en las relaciones en pareja, el enamoramiento loco del principio va dando paso al cariño profundo. Esa necesidad que te une al recién nacido, esa dependencia que tiene de ti va mermando e, imagino, también ese amor loco que te hace salir del sueño más profundo en cuanto tu criatura respira una vez más fuerte de lo normal.

Hay veces en que me pregunto qué hacen mis niños por las mañanas. A qué dedican exactamente las horas de guarde o de colegio, mientras yo trabajo. Lo pienso con una punzada de dolor, cada vez más leve, sí, pero que continúa. Mis pequeñines creciendo, descubriendo y, quién sabe, puede que llorando a ratos con mamá lejos.

Esta semana leía las declaraciones de una famosa presentadora que aseguraba que (cito de memoria), aunque tuviese hijos, nunca podría quererlos como a su pareja, porque los hijos crecen y se van. Pues creo que tiene parte de razón. Sólo parte. Yo a mis hijos los quiero mucho más que a nada en el mundo. De una manera diferente a la que quiero a ninguna otra persona. Es complicado de explicar, pero imagino que es el instinto de protección que se tiene ante un ser desvalido, que depende de ti y a la vez te quiere con una entrega ciega y total. Pero también es verdad que mis hijos no estarán aquí siempre. Tiene que hacer su vida. Yo estaré siempre para ellos, pero ellos dejarán de necesitarme tanto y me querrán también de otra forma. Es lo deseable, y creo que será bonito ver como crecen, como cambian, como se desenvuelven en la vida.

Hablar con los adultos que serán y vislumbrar a los niños que han sido. Un trabajo precioso.


jueves, 24 de marzo de 2016

La gastroenteritis

Esto me pasa por intentar hacerme la graciosa. Ay, los vómitos, qué ocurrente. Pues llega el karma y se toma su venganza. Ni fría ni leches, bien calentita.

El sábado, después de cenar pizza para deleite de mi Chicote ( y del pequeño, que sigue sin comer
pero roía los bordes como un ratoncillo) y acostarnos, empezó el espectáculo. El niño comienza a retorcerse en sueños. Le duele la tripa, dice. Se despierta. Llora. Le siento en el váter, le hago masajitos. Nada, sigue sollozando. Cuando parece que se calma un poco y se queda frito, su cabecita pegada a la mía, una arcada le hace incorporarse y sale la primera remesa. Lo cojo en volandas y lo pongo en el suelo. Cuando veo lo que sigue saliendo de esa boquita me arrepiento. Ahora tengo que cambiar las sábanas, funda del colchón y lavar cortinas y barrera de la cama. Y, ¿qué es lo que tengo en el pelo? Sí, tropezones. Nada, a lavarme la melena a las tres de la mañana.

La escena se repite otras cuatro veces. Mi niño está hecho un asco, aunque se empeña en asegurar que no está malito, solo ha "gomitado". A las cuatro y media comienzo yo. Menos mal que tengo mejor puntería y soy capaz de llegar al baño las tres veces.

A las seis de la mañana, después de poner dos lavadoras, lavarme el pelo en el lavabo porque en la bañera está la barrera de la cama, fregar el suelo y tratar de echar un sueñecito con un ojo abierto por si a mi Chicote le diera por vomitar otra vez, decido que nunca más comeré pizza. Mi teoría de la expansión de la comida es cierta. En los dos pedazos que se comió mi hijo NO había tres docenas de aceitunas negras, que son las que he recogido yo del suelo.

El domingo amanecemos hechos un asco. Sobre todo yo, que los años no perdonan y cuesta más recuperarse. He descubierto una ventaja de tener hijos varones: no hay que sujetarles el pelo mientras vomitan. El Padre de las Criaturas comienza a pensar que nuestros virus estomacales son una confabulación Judeo-masónica para no irnos de viaje a su tierra. Con las ganas que tengo yo de visitar a su enorme familia...

De todo se sale y tras una noche de sueño profundo y la inestimable colaboración del ya citado Padre, que baña a las criaturas sin despertarme y se encarga hasta de descolgar las cortinas, el lunes pudimos salir de viaje. No vomitamos ni una vez en casi seiscientos kilómetros de camino. Eso sí, el Padre amaneció el martes con el estómago del revés....


sábado, 19 de marzo de 2016

Las urgencias

La sala de espera de las urgencias de una unidad de pediatría es un espacio difícil. Las paredes están decoradas con dibujos infantiles, los colores son alegres y las enfermeras te reciben con una sonrisa (casi siempre) Pero hay algo descorazonador y amenazante que flota en el ambiente.

La mayoría de las visitas son breves y acaban con una receta de dalsy o unos sobres de suero. Pero cuando cruzas la puerta para entrar siempre te acompaña una extraña inquietud.

Los niños se ponen malos cientos de veces. Mocos, tos, vómitos, fiebre. A veces todo junto. Y caídas. Golpes. Es normal. Forma parte de proceso, tienen que inmunizarse, que fortalecerse y que caerse para aprender a levantarse.

Pero qué malos ratos. Cuando ves a un pequeñín a tu lado con carita de pena, con ojos llenos de lágrimas y nariz llena de mocos. En body para que le baje la fiebre, chupando una jeringa llena de suero o con una bolsa de hielo para que le baje la hinchazón del último golpe. Esbozas una sonrisa de comprensión a su madre, abrazas a tu pequeño más fuerte, piensas que qué suerte que al tuyo no le pase eso. O que ojalá fuera eso lo que le pasa y no esto que tiene. Miras de reojo el reloj calculando el rato que te queda para que os manden a casa.


Dentro de unos días te acordarás con una sonrisa. Qué mal rato, y al final no era nada. Ojalá lo podamos decir siempre.

Por cierto. Qué bien nos trataron los traumatólogos de urgencias del Gregorio Marañón. Qué gente tan encantadora, paciente y profesional. Daban ganas de darles un abrazo. Pero a ver si tardamos en volver a verlos....

Los vómitos

De entre las pequeñas enfermedades que los niños pasan varias veces al año, quizá una de las más molestas sea la gastroenteritis. Más que la gastroenteritis en sí, los vómitos.

De esas boquitas preciosas y diminutas salen disparados vómitos de olor nauseabundo y peor pinta. A chorro. En todas direcciones. Como si no hubiera un mañana.

Si estás de suerte el niño (bebé en este caso) será un lactante y los vómitos se presentarán blanquecinos con olor a leche cortada no del todo desagradable. Si el niño es tragón y ya ha comenzado la AC prepárate para recoger vómitos a cucharadas. Literal. Parece mentira que tras la ingesta la comida se expanda tanto. De un cuenco de puré salen toneladas de vómitos. Comprobado.

Las lavadoras a medianoche o las fregonas que llegan a todos los rincones del hogar se convierten en tus aliadas. Porque, por mucho que tengas preparado el barreño, por muy absorbentes que sean las toallas con las que cubres la cama, el vómito llega a todos los rincones. TODOS. Y sigue oliendo al día siguiente.

Cuántos pijamas necesita tu retoño? Puede que te apañes con dos o tres por temporada hasta que los vómitos hacen acto de presencia. Porque otra de sus cualidades es que la noche es su hora favorita. Su aparición estelar tendrá lugar en mitad de tu sueño más profundo. Y no importa el tiempo que esperes, en el momento en que, convencida de que tu hijo ha echado hasta la última papilla, le cambies el pijama, el vómito volverá con mayor virulencia. En esta segunda tanda ya no será tan aparatoso pero ten por seguro que habrá una tercera, cuarta y  puede que quinta repetición que sólo servirán para que tengas que volver a cambiar a tu hijo de ropa.

Y si hay alguien riendo que piense que tengo al pequeño con gastroenteritis. Hoy he puesto tres lavadoras. Y no me hace maldita la gracia...

domingo, 13 de marzo de 2016

Las comparaciones

Cada niño es distinto. Tiene sus ritmos y avanza de forma diferente a los demás. Incluso los hermanos criados de la misma forma y receptores de los mismos estímulos. Mi Chicote estuvo desdentado hasta los diez meses. Yo estaba preocupada, pensando que mi pobre niño sería el primer bebé del mundo con dentadura postiza. Pero no, los dientecillos acabaron aflorando.

Con año y medio mi primogénito apenas articulaba media docena de palabras. Cuándo hablará? Me preguntaba día y noche. Y a los dos años, seis meses después, ya manteníamos conversaciones.

Mi Peque se ha lanzado a andar ahora, con quince meses. Llevaba muchas semanas levantándose sin apoyo y dando pasitos, pero sólo en casa. Y, de repente, los pasitos se van alargando y el niño camina.

Todos los niños acaban hablando, andando, comiendo y haciendo pis en el váter. Unos antes y otros más tarde, pero con catorce años ninguno come puré ni lleva chupete.

Tengo un vecino de esos que hace de la competición su forma de vida. Desde hace meses cada vez que nos cruzamos, me pregunta insistentemente si mi niño ya camina. Él tiene uno cinco meses menor y debe estar deseando que le adelante.

Cuando esta semana lo vio caminar solito me preguntó - Pero, llevará andando así ya cuatro o cinco meses, no?

Qué va! Lleva así desde que nació!!- Tenía que haberle contestado yo...

Una conocida estaba harta de encontrarse con un abuelo que le preguntaba insistentemente por el peso de su hija. Contestase ella lo que contestase, él siempre decía lo mismo: Uy, tan poquito? Mi nieta es de la misma edad y pesa mucho más!! Se te está quedando muy pequeña!!

Cansada ya, un día en que el orgulloso abuelo le enseñó una foto de su nieta, la madre no pudo morderse la lengua y dijo: - Sí está grande, pero mi niña es mucho más guapa! (Lo cual, por cierto, era verdad)

Las comparaciones son odiosas, dice el refrán. Y, sobre todo, innecesarias. Ese dato que señala el ojo inquisidor seguro que es de sobra conocido por el ya estresado padre, que ve que su hijo se sale de la estadística por algún lado.

Qué tontería tan grande establecer competiciones. Nunca contestaría a una madre que me dice lo chiquitín que está mi niño que es normal, porque yo también estoy mucho más delgada que ella. Y alguna se merece tal contestación, desde luego.

Luego nos extrañamos de que los niños no acepten al diferente. De algún lado aprenderán....


sábado, 12 de marzo de 2016

Las alegrías

Estaba en el primer trimestre de mi primer embarazo. La noche anterior había ido a cenar con El casi Padre de la Criatura y los futuros Tíos Molones. Se acercaba la Navidad y al salir del restaurante y sortear las atestadas calles adornadas del centro recibí un mensaje. Era de un ex alumno que me decía que su padre había fallecido.

Al día siguiente me acerqué al tanatorio. Hacía un día precioso, era un domingo soleado y casi caluroso de diciembre. Aparqué un poco lejos porque el Atlético jugaba a las doce y las calles que rodean la Pradera de San Isidro estaban llenas. Di un breve paseo mientras cogía aire. Era la primera vez que iba a ver a mis alumnos desde septiembre, cuando cambié de centro. No era el mejor momento, claro, pero me hacía mucha ilusión darles un abrazo con mi bebé entre medias.

A Manolo, que así se llamaba el padre, lo conocía poco en persona pero bastante por su hijo. Enfermó unos pocos meses antes, y desde el principio sabían que le quedaba poco tiempo, aunque él se resistía a aceptarlo. Lo vi en junio, en el estreno de una obra de teatro del instituto. Me impresionó, estaba muy delgado y débil. Al saludarlo le palpé los huesos del hombro. A él, un señor alto y fuerte. Cuando se dio la vuelta su mujer se echó a llorar intentando explicarme la situación sin palabras. Me fui del teatro hecha polvo.

Abracé a los alumnos, chicas casi todas. Me abrazaron y me tocaron la barriga. Me pidieron que si era una niña llamara a mi bebé como ellas. Yo sabía que iba a ser un niño, aunque ninguna ecografía me lo había confirmado, pero las sonreí. No estaría mal que mi hipotética hija se les pareciera un poco.

Al entrar a ver a la madre me dijo, sollozando y abrazándome:
-Saber que estabas embarazada fue su última alegría.

Cuando tienes un hijo tu relación con otras personas cambia. De repente te sientes más unido a otras padres, a los tuyos propios, y, sin que signifique nada, puede que te cueste más encontrar tiempo para quedar con viejos amigos.

Pero, sobre todo, te das cuenta del cariño que te tiene otra gente. Gente que te llama para preguntarte por los niños cuando saben que están malitos, que se acuerda de felicitarlos por su cumpleaños o se preocupa cuando vuelven al colegio tras las vacaciones.

Manolo tuvo un solo hijo, ya mayor. Lo quería muchísimo e, imagino, se alegró porque sabía que su hijo me tenía mucho cariño, igual que yo a él. Y sabía que yo ahora iba a ser mamá, y a querer a mi niño como él quería al suyo.

Mi hijo, que sin nacer ya fue capaz de dar alegrías a personas a las que, desgraciadamente, no pudo conocer.

sábado, 5 de marzo de 2016

El veintiséis

Por alguna razón que desconozco a mi hijo mayor le encanta el número veintiséis. No cumplimos años ese día, ni tenemos (ojalá) esa edad. Pero le ha dado por eso igual que le dio por ver doscientas veces Buscando a Nemo o por llevar a todas partes un Rayo MacQueen de los chinos.

Chicote explica, entre grandes aspavientos, que quiere invitar a su cumple a veintiséis amigos (lo dice vocalizando mucho y abriendo los brazos: VEINTISÉIS). O que había muchísima gente en el parque:  Veintiséis personas.

Ayer, cuando volvíamos de la compra, nos dijo que quería que fuésemos veintiséis.
-Quiénes?
- Pues nosotros, veintiséis de familia.
Cualquiera se pone a explicarle a la criatura que, o tengo media docena de partos de lo más múltiple o no me da la edad reproductiva para tener dos docenas de hijos. Sobre todo con estas lactancias tan prolongadas a las que someten mis vástagos.

-Hijo, veintiséis no caben en el coche.
- Pues compráis uno más grande, tan grande como Hulk y Godzilla.
Como ven es difícil hacer entrar en razón a un niño de tres años.
- Pues tendrás que compartir tus juguetes con veintiséis hermanos.
Ahí ya se va haciendo silencio. Menos mal.
Parece que veintiséis empiezan a ser muchos. Aunque ya saben, donde caben dos....

miércoles, 2 de marzo de 2016

El reparto

Podría hablar del desgobierno en el que vivimos desde hace más de dos meses, pero intentando enterarme de los entresijos de posibles pactos para formarlo, he hallado esto. Es un artículo titulado El permiso de paternidad recogido en el pacto indigna a las expertas. Lo leo y, aunque no me queda claro quiénes son las expertas, reflexiono.

Antes de ser madre yo creía que sí, que los padres debían tener el mismo tiempo de permiso que las madres, y dividir el cuidado del recién nacido. Ahora no lo veo tan claro.

Cuando tuve a Chicote me dejaron un libro de Carlos González. Me llamó mucho la atención que, en caso de divorcio, el famoso pediatra se mostrase absolutamente en contra de la custodia compartida. Decía (cito de memoria) que un niño pequeño no debe separarse de su madre en fines de semana alternos y equiparaba al padre casi con un desconocido. Reconozco que me escandalizó un poco, pero luego me hizo hasta gracia.

Creo que mis bebés no han tenido la misma relación conmigo que con su padre. Cuando crecen cambia, pero al nacer han estado más apegados a mí. Normal. Yo les he alimentado y he pasado con ellos mucho, muchísimo más tiempo que su padre.

Ahora hace falta preguntase el porqué.  Con mis hijos tengo claro que la lactancia materna ha sido fundamental en ese apego hacia su madre. Y eso me temo que no lo puedo  repartir. Si El Padre de las Criaturas hubiese tenido más días de permiso o su trabajo le hubiera permitido coger una excedencia quizá hubiera sido distinto.

En mi caso tengo suerte, los funcionarios no tenemos muchos problemas a la hora de ausentarnos sin cobrar (cobrando ya es más difícil, aunque penséis que no)

¿Qué hace falta en este país para que la conciliación sea posible? Pues tres o cuatro cosas fundamentales. Aumentar el permiso de paternidad es una. Y urgente. Quince días son irrisorios.

Pero aumentar el de maternidad es otra urgencia. En las clases preparto se hartaban de decirnos que la OMS aconseja lactancia materna exclusiva durante seis meses. Pero si a las dieciséis semanas hay que volver al tajo a mí lo me salen las cuentas.

Y si das biberón es más de lo mismo. Un bebé de menos de cinco meses es tan pequeño que separarte de él ocho o diez horas diarias da hasta vértigo.

Racionalizar los horarios es otra historia. Y ya no hablamos sólo de bebés lactantes. Tener niños en edad escolar y jornada laboral de nueve a ocho es más complicado que cuadrar diputados para votar investiduras.

Y hay otra cosa que se nos olvida. Criar niños no es alejarte del mercado laboral, no es perder oportunidades, no es dejar de lado nada. Criar hijos es necesario, es fundamental. Es uno de los
pilares de nuestra envejecida sociedad. Cuando las españolas tenemos a nuestro primogénito entrada la treintena no sabemos si volcarnos en su cuidado, absorbidas por esa nueva vida que de pronto llena la nuestra, si intentar seguir más o menos como antes o convertirnos en Wonder Woman y trabajar, ocuparnos de los niños, tener vida social y salir de casa peinadas todas las mañanas. De recuperar la figura no hablamos porque con tanto trajín lo normal es que nos falten unos cuantos kilos.

Quizá con un permiso de maternidad algo más largo para ambos progenitores y, sobre todo, con la posibilidad de decidir cuándo volver al mundo laboral sin que nadie nos juzgue por ello tendríamos una mayor calidad de vida. A mí ( y seguramente a otras mujeres pero no a todas) me ha encantado quedarme en casa con mis niños un añito entero. Lo necesitaba. Y no lo cambiaría por nada, ni se lo hubiera cedido a mi pareja. Aunque hubiese sido genial que él se hubiera podido quedar con nosotros una temporada.

Sobre todo eso. Que podamos decidir. Para todo.