La sala de espera de las urgencias de una unidad de pediatría es un espacio difícil. Las paredes están decoradas con dibujos infantiles, los colores son alegres y las enfermeras te reciben con una sonrisa (casi siempre) Pero hay algo descorazonador y amenazante que flota en el ambiente.
La mayoría de las visitas son breves y acaban con una receta de dalsy o unos sobres de suero. Pero cuando cruzas la puerta para entrar siempre te acompaña una extraña inquietud.
Los niños se ponen malos cientos de veces. Mocos, tos, vómitos, fiebre. A veces todo junto. Y caídas. Golpes. Es normal. Forma parte de proceso, tienen que inmunizarse, que fortalecerse y que caerse para aprender a levantarse.
Pero qué malos ratos. Cuando ves a un pequeñín a tu lado con carita de pena, con ojos llenos de lágrimas y nariz llena de mocos. En body para que le baje la fiebre, chupando una jeringa llena de suero o con una bolsa de hielo para que le baje la hinchazón del último golpe. Esbozas una sonrisa de comprensión a su madre, abrazas a tu pequeño más fuerte, piensas que qué suerte que al tuyo no le pase eso. O que ojalá fuera eso lo que le pasa y no esto que tiene. Miras de reojo el reloj calculando el rato que te queda para que os manden a casa.
Dentro de unos días te acordarás con una sonrisa. Qué mal rato, y al final no era nada. Ojalá lo podamos decir siempre.
Por cierto. Qué bien nos trataron los traumatólogos de urgencias del Gregorio Marañón. Qué gente tan encantadora, paciente y profesional. Daban ganas de darles un abrazo. Pero a ver si tardamos en volver a verlos....
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