sábado, 19 de marzo de 2016

Las urgencias

La sala de espera de las urgencias de una unidad de pediatría es un espacio difícil. Las paredes están decoradas con dibujos infantiles, los colores son alegres y las enfermeras te reciben con una sonrisa (casi siempre) Pero hay algo descorazonador y amenazante que flota en el ambiente.

La mayoría de las visitas son breves y acaban con una receta de dalsy o unos sobres de suero. Pero cuando cruzas la puerta para entrar siempre te acompaña una extraña inquietud.

Los niños se ponen malos cientos de veces. Mocos, tos, vómitos, fiebre. A veces todo junto. Y caídas. Golpes. Es normal. Forma parte de proceso, tienen que inmunizarse, que fortalecerse y que caerse para aprender a levantarse.

Pero qué malos ratos. Cuando ves a un pequeñín a tu lado con carita de pena, con ojos llenos de lágrimas y nariz llena de mocos. En body para que le baje la fiebre, chupando una jeringa llena de suero o con una bolsa de hielo para que le baje la hinchazón del último golpe. Esbozas una sonrisa de comprensión a su madre, abrazas a tu pequeño más fuerte, piensas que qué suerte que al tuyo no le pase eso. O que ojalá fuera eso lo que le pasa y no esto que tiene. Miras de reojo el reloj calculando el rato que te queda para que os manden a casa.


Dentro de unos días te acordarás con una sonrisa. Qué mal rato, y al final no era nada. Ojalá lo podamos decir siempre.

Por cierto. Qué bien nos trataron los traumatólogos de urgencias del Gregorio Marañón. Qué gente tan encantadora, paciente y profesional. Daban ganas de darles un abrazo. Pero a ver si tardamos en volver a verlos....

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