sábado, 6 de junio de 2015

La siesta

A mí no me molesta madrugar. No es que me apasione, pero cuando suena el despertador salgo de la cama sin más lamentos. Eso sí, la hora de la siesta es mi momento. Después de comer mi metabolismo me pide horizontalidad y echar una cabezada se convierte casi en necesidad básica. Recuerdo mis años mozos, cuando me quedaba frita en el sillón y me despertaba un par de horas más tarde, anocheciendo si estábamos en invierno. Qué tiempos.

Ahora dependo de dos factores para echar la siesta. Mi hijo pequeño y mi hijo mayor. Y su sincronización, claro.

Yo siempre les he dejado durmiendo en la habitación en la que yo estaba. Una vez leí, cuando Chicote era un bebé, que no se debía acostar a los bebés en los sofás por riesgo de asfixia (¿¿??) No sé qué clase de sofás asesinos tendrán los expertos en sueño infantil, pero mis hijos duermen la siesta conmigo, cada uno a un lado del sofá y yo echada casi siempre del lado del pequeño, en posición digna de un contorsionista y con alguna extremidad dormida.

El problema es llegar a ese bendito momento en el que los dos, a la vez, se duermen. Peque suele caer antes, en mis brazos, y mi pánico es que su hermano tarde tanto en dormirse que él ya se haya despertado para entonces. Porque, cuando volvemos de la guarde, toca sacar juguetes, hacer comiditas y construir torres de Lego. Y luego hay que recogerlo todo, hacer pis, lavarse las manos y sentarse en el sofá para cuando acaban los titulares de La Sexta Noticias y ponemos El Cocinero. Que es el momento oficial de inicio de La Siesta. Momento que puede alargarse de diez minutos a cuarenta, por cierto.

El premio de ver a los dos dormiditos merece la pena. Casi ni me acuerdo de cuando tenía el sofá para mí sola.



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