miércoles, 21 de octubre de 2015

La administración

Soy profesora. Y funcionaria. Me gusta mi trabajo. A veces, incluso me encanta. Y no es por las vacaciones. Mi porque vivamos en un estado permanente de dolce far niente mientras contemplamos a las hordas de adolescentes desde nuestra tarima. Quien se imagine que los profesores llevamos tal vidorra, que se pase por una masificada clase de cualquier instituto público madrileño, por ejemplo, y luego me cuantifique las vacaciones que crea necesarias.

Bueno, a pesar de los recortes, de lo denostada que está nuestra profesión y de las cosas que a veces hay que oír y soportar, yo estoy bastante feliz con mi trabajo. Me gusta. Creo que es vocacional. No hice una carrera orientada a la docencia, pero en tercero me di cuenta de que me gustaba enseñar. Y me licencié, hice el CAP y aprobé unas oposiciones a los 23 años. Y me puse a dar clase. Y resulta que mi trabajo me gustaba mucho, y encima me dejaba tiempo libre. Y cobraba todos los meses, que entonces no era tan raro, pero en estos tiempos es casi una suerte. 

Además no tengo jefe directo. Me paga la Consejería de Educación todos los meses, y como me mandan la nómina a casa, nadie me felicita por mis logros ni me recrimina lo que gano. 

A lo largo de mi ya casi dilatada carrera profesional he estado sin cobrar unos cuantos meses. No es porque haya faltado a mi deber, ni porque la empresa esté en suspensión de pagos. Es que decidí cogerme unos meses de excedencia en mis dos maternidades. 

Desde abril, cuando acabó mi exiguo permiso de maternidad, me hallo en situación de excelencia por cuidado de hijo menor de tres años. Desde que lo comunico, la Administración busca un sustituto que realice mis funciones y reciba un sueldo. En este caso, como yo ya estaba de permiso, siguió dando las que fueron mis clases la misma compañera que pasó a ocupar mis funciones antes del parto. 

Tras el paréntesis vacacional (demasiado largo para mucha gente, lo sé) yo he seguido de excedencia. Y nadie ha cobrado los meses de verano, claro. Pero es que la Administración no mandó a nadie a sustituirme hasta finales de septiembre. Es decir, un mes después de haber empezado las clases. Con tan mala suerte que esa persona se ha puesto enferma, y, a su vez, está de baja. Los que serán mis alumnos a partir del año que viene llevan mes y medio sin profesor. Cuatro grupos enteros que han perdido una décima parte del curso. 

¿Se imaginan a sus padres, acordándose de los míos? Porque, desde luego, si mis hijos se quedaran sin clase tanto tiempo yo me enfadaría. Y quizás no supiera con quién. De hecho, yo estoy bastante enfadada, pensando en cómo recuperaré esas semanas a final de curso, en la materia que esos chicos no van a estudiar y, sobre todo, en el hecho de que hayan pasado cinco horas semanales desde principios de septiembre mano sobre mano. O intentando sacar el móvil de la mochila, que nos conocemos. 

Y si no fuera porque mi Peque sigue sin comer y que se me va a partir el corazón cuando tenga que dejarlo en la guarde, para el instituto que me iba mañana mismo, a agradecer a mis compañeros las guardias que se habrán comido y a pedir perdón a los alumnos por estas horas perdidas. 

O, meditando un poco, quizás debería ir a la Consejería de Educación y dar cuatro gritos porque es una vergüenza que tarden tanto en mandar a alguien, sobre todo, con un sueldo que se han estado ahorrando. Luego hablamos de la educación pública. Pues eso, señores consejeros, a ver si es que ustedes estudiaron en un privado.... 

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